Sin despeinarse
Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía… Las novias, la rebeldía, la joda y El Romancero. ¿Quién no lo recuerda? Marcó la etapa liceal en todo adolescente uruguayo. Mínimo, te obligaban a memorizarte dos poemas de un libro cuyo autor es un tal Anónimo.
4º de Liceo. Una etapa de mierda. Las cosas que requieren que se tenga que pensar dos veces, se realizan por impulso. En las situaciones que no requieren mayores dificultades, el chico púber tarda años en tomar la decisión. Está en la edad de la bobera, dicen las viejas. Está creciendo, dice las madres. Me siento igual que ayer y no creo que me sienta mucho más diferente mañana, decía yo entonces.
Clase de Literatura. La profesora tenía el prototipo de profesora de Letras, cabello no muy largo y con rulos, lentes, maquillada y perfumada a lo anciana y letra manuscrita en el pizarrón. Hoy no me arriesgaría a apostar que estuviese viva. Mi hermana, que ya la había sufrido, decía que era una crack: ella era la traga de la clase.
Agosto, mes de mucho frío. Mis neuronas no querían hacer sinapsis. Todos nos aprendimos, por lo menos, uno de los dos poemas del Romancero que había para esa semana. Yo me aprendí el Romance del enamorado y la Muerte. Ergo, me preguntaron el otro. Los días anteriores habíamos trabajado otro romance, en donde la relación de pareja y el sexo eran el fundamento del poema. Pero para esa semana correspondía el que gloriosamente me había memorizado y otro cuyo nombre bloqueó, con inteligencia, mi cerebro. ¿Para qué recordar algo que me dejó mal parado frente a todos mis compañeros?
El oral había comenzado. Me sudaban hasta las partes que no son visibles a los otros. Venía bien, la profesora asentía con cada palabra que salía de mí y de mi guitarra. Un momento puntual en el poema me llevó más tiempo que las otros. En la situación aparecen una pareja y la palabra ropa. El hámster corría de manera acelerada en mi cabecita. Ta lo digo: “Acá está hablando de la pareja y de las relaciones sexuales que mantenían”. Un silencio sepulcral colmó el salón por algunos segundos. Al instante, una risa se vislumbra en la boca de la profesora: ese fue el consentimiento para que el resto de la clase comenzará a morirse de risa. Mis amigos aún lo recuerdan y es un tema tabú entre nosotros. Mi cara se puso roja como un tomate. El sudor que empezó a caer como catarata sobre mi frente se plasmó en la mente de mis amigos.
Hoy, siete años después de la tragedia, pienso siete veces las cosas antes de decirlas. A la sexta que la razono, el segundo más burro de la clase lo dice. Entonces, hay veces que ni me preocupo en pensar. Si es algo estudiado de un texto, lo digo. Si implica alguna comprensión personal, me callo; no vaya a ser que se encuentre una vieja de Literatura dando la clase.
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