Sin despeinarse
Miércoles, medianoche. La televisión se apresta para no verla pero el sillón invita a quedarse mirándola. El programa va la tanda, hay que cambiar. Dejo caer mi brazo sobre el suelo y tanteo entre el millar de controles que tengo. El control remoto. Amigo fiel que existe para darte una mano, pero que cuando te abandona, te enojas con la vida.
Enfado. Hay situaciones que desencadenan ciertas reacciones. No encontrar el control para cambiar de canal, es una. Al ver que mi tacto no reconoce el formato del control que busco, hago el esfuerzo de mover mi cuello sobre la multitud de controles. Estaba el del equipo de audio, el del aire acondicionado, el propio de la TV, el del DVD, pero faltaba el preferido: el control remoto de la canalera digital.
Es difícil salir de una situación cuando la estás disfrutando. Inquietud. La búsqueda se inicia. Desde el mismo lugar, pregunto a las personas cercanas por el paradero del artefacto sabiendo sus respuestas ya que, por lógica simple, el último que lo había usado había sido yo.
Las grandes corporaciones, solidarias y pensando siempre en nosotros, han diseñado controles para que el sujeto viva de manera más cómoda. Con un clic cambio de emisora en la radio del auto y lo ingreso en el garaje, prendo el microondas, hago andar al lavaplatos, cambio de canal en la TV, prendo la música, me aburro de la tele y pongo play a una película del DVD. Ahora la canalera de televisión digital permite comprar, vender y pagar las cuentas en la parte interactiva. Vamos a quedar todos gordos. De la cocina al baño, del baño al living, del living a la cama y del living al living: cada vez nos movemos menos.
Me levanto. Se incremente mi ira. Pateo los otros controles esperando que así apareciese, por debajo de éstos, y como por arte de magia; el bendito control de la canalera. Al costado de la TV no está, encima del DVD tampoco. Retorno a mi lugar. El programa vuelve de la tanda. No está, alguien se lo llevó.
Miro el televisor unos segundos. No me puede ganar. Me levanto y repito mis pasos de búsqueda. Paso a centímetros de los controles que cambian, a la vieja usanza, los canales desde el propio decodificador. No pienso perder esta batalla. Un rápido repaso mental sobre mis últimos movimientos no tiene éxito.
El programa termina. Comienza una serie enlatada y repulsiva. El enfado está en su cenit. Mis brazos caen resignadamente. En ese momento dos de mis dedos llegan a tantear una figura conocida entre los almohadones del sillón. Sí, era él. Lo miro y de inmediato observo la tele. El primer botón que aprieto luego de la reconciliación es el rojo. Ya podré descansar tranquilo.
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